EL PERRO-LOBO EN EL SIMBOLISMO DEL MÉXICO ANTIGUO:

UN PUENTE ENTRE DOS MUNDOS

Raúl Valadez Azúa

Instituto Nacional de  Investigaciones Antropológicas

Universidad Nacional Autónoma de México


El perro fue el animal más importante dentro del mundo prehispánico. Organismo ligado al devenir humano, participante en gran cantidad de actividades religiosas que buscaban el contacto con lo divino, con lo supraterrenal.

Otro aspecto relevante, apenas reconocido hace 15 años, es que también era medio de contacto entre el universo humano y el natural, pues, caso único e insólito, podía unirse y tener descendencia con uno de los animales más relevantes dentro del mundo simbólico mesoamericano: el lobo.

El lobo fue, hasta hace un siglo, un habitante normal de gran parte del territorio mexicano. Los pueblos prehispánicos le respetaban, pues su poder, su fuerza, su capacidad depredadora, su inteligencia y su organización social era la máxima aspiración para cualquier cultura. Junto con el jaguar, el puma y el águila real constituía la cumbre del poder dentro del mundo natural.

Por todo esto la alternativa de crear y disponer de un individuo donde ambos mundos se fusionaran era algo increíble, un verdadero regalo divino. El perro era símbolo de la lluvia, de la fertilidad, de la buena fortuna; el lobo de la guerra, la violencia, la fuerza, la sangre. Un animal con la carga simbólica de ambos y además disponible en beneficio del hombre era sin duda algo maravilloso.

Para que el hombre lograra obtener este enorme presente de los dioses solo requería centrar sus esfuerzos en disponer de una perra en celo que quedara algunos días en el monte, con suficiente alimento y agua y atada o en un espacio del que no pudiera salir sola. El resto era solo esperar y dejar a la naturaleza hacer su parte. Si los dioses respondían favorablemente a los ruegos, cuando la perra regresara a su hogar llevaría en el vientre a una futura camada que portarían en su sangre lo divino, pero dentro de un cuerpo manejable al servicio de su dueño. ¿Acaso se podía pedir más?



El primer híbrido de lobo y perro llegó a mis manos en 1996, pero se requirieron tres años de estudios para entender lo que significaba. Este individuo, y una treintena más de restos óseos aparecieron en unos túneles del valle de Teotihuacan manifestando un esquema contradictorio pero digno de su naturaleza: ejemplares arqueológicos con apariencia de lobo pero en contextos con clara presencia humana. ¿Qué lógica hay en esto? Pensé. Con ayuda de mi compañero, Bernardo Rodríguez se definió un importante aspecto: que las características físicas de los huesos siempre quedaban “en medio” de los lobos y los perros.

Cuando las evidencias terminaron de hablar se pasó a entender el porqué de su presencia. La mayoría habían sido sacrificados y enterrados al interior de cuevas, en dirección al oeste, es decir, en la puerta del inframundo (cuevas), siguiendo al Sol nocturno, a Xolotl, una deidad canina. Sin duda estos animales nos habían marcado una ruta, un camino, digno de su naturaleza.


Los más impresionantes ejemplares de esta raza de cánido ¿por qué no llamarla así? Se asocian a algunas de las más relevantes pirámides del México antiguo: la Pirámide de la Luna, en Teotihuacan, y el Templo Mayor, en México-Tenochtitlan. En estos casos los restos arqueozoológicos nos hablan de individuos impresionantes, iguales al padre en corpulencia y talla, pero con su siempre visible condición intermedia en rasgos como los dientes y detalles del cráneo. Su empleo como animales de sacrificio, en estos casos, se relaciona con solicitar a los dioses su apoyo, un futuro promisorio, al tiempo que se inauguraba una fase constructiva de estos edificios. En el caso del Templo Mayor estos animales daban su sangre a los dos dioses involucrados: Tlaloc y Huitzilopochtli, es decir, la lluvia, la agricultura y la guerra. ¿Acaso era posible disponer de un animal más perfecto para la ocasión?


Hasta el momento hemos reconocido 72 híbridos de lobo y perro en contextos prehispánicos, cifra que les convierte en la segunda raza de cánido doméstico más abundante para esa época. Los más antiguos ejemplares, de hace unos 1,700 años, y la mayor cantidad, la tenemos en Teotihuacan, lo que convierte a esta ciudad (hasta el momento) en su lugar de origen. Esto no es casualidad, pues el centro de México es el límite sur de su distribución natural y el marco religioso y esfuerzo humano requería de un pueblo organizado.


Ejemplares como los mencionados para el Templo Mayor y la Pirámide de la Luna, sin duda habían tenido a un lobo como padre, pero en otros casos la evidencia sugiere que podían criarse y utilizarse híbridos de segunda y hasta tercera generación, es decir, con el lobo no como padre, sino como abuelo o bisabuelo, sin que eso desvirtuara su importancia. Es de suponer que aspectos de tipo social, religioso o económico definieran la ruta más conveniente, pues un descendiente directo de un lobo debía tener un destino más relevante que aquel que se utilizaría en una ceremonia de menor relevancia.


Si el centro de México fue su cuna, no por ello su presencia quedó limitada a esta zona, pues los hallazgos los tenemos en lugares tan distantes como la mixteca alta, en el sur de México, y en el sureste, en la zona maya, en Xcambo. En estos casos hablamos no de animales creados ahí, pues se encuentran fuera del ámbito de distribución del lobo, sino de híbridos transportados, muy probablemente como regalo entre élites, presente sin duda sorprendente e impresionante por todo lo contenido en materia y esencia y que constituía una evidencia viva de cómo el hombre podía llegar hasta el mundo de lo divino.